“El código teatral de la obra es el de la pesadilla, es como despertar adentro una y otra vez, y quedarse atrapado como si fuera una cinta de Moebius”, dice Alejandro Radawski, autor y director de “El alemán que habita en mí”, obra inspirada en su abuelo y la lucha contra el olvido, que puede verse los domingos a las 19 en Beckett Teatro.
La guerra contra el tiempo voraz y los recuerdos que desaparecen
Diálogo con el autor y director de "El alemán que habita en mí", que puede verse en Beckett. La obra está inspirada en su abuelo y la lucha contra el olvido. La escribió de un tirón en Cracovia, impulsado por una residencia para autores polacos.
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Con actuaciones de Carlos Kusznir, Milagros Martino, Jesica Aixa Sosa, Luisina Ponse, Florencia González Salgado y Patricio Pérez Piñero, la cantante en vivo Lisi Dikof y los músicos Agustín del Valle, Rocío Belén Bruch, Julián Arenzon y Gustavo Palma. Cuenta con iluminación de Ricardo Sica y escenografía del propio Radawski, quien dirigirá en el San Martín su versión de “Un tranvía llamado deseo” de Tennessee Williams titulada “Sobre la amabilidad de los extraños”. Será una obra multidisciplinaria con actores, una banda en vivo, fusionando cine y teatro, y con el ballet y el grupo de titiriteros del San Martín. Conversamos con Radawski.
Periodista: “El alemán que habita en mí” fue escrita gracias a una residencia para escritores polacos en Willa Decjusza, Cracovia, en 2015. Eso y su abuelo polaco, ¿cuánto hay de catarsis, cuánto de no querer olvidarlo?
Alejandro Radawski: Recuerdo que ni bien llegué a Cracovia, lo primero que hice al día siguiente fue ir a Tomaszów Lubelski, donde nació él, recorrer esa ciudad pensando si yo estaba caminando por las mismas calles que había caminado él, fue algo conmovedor. Después de eso, la dramaturgia fue como un vómito de palabras donde todo fluía sin razonamiento, era un devenir de recuerdos, como un supurar endemoniado en formato de monólogo, una sola voz teniendo infinitas voces. El universo geronte me convoca y me atraviesa, no solo porque cuidé a mi abuelo hasta sus últimos días, sino también porque desde hace algún tiempo me siento anciano, desde que cumplí 30 siento que soy un viejo atrapado en este cuerpo, que la vida no me alcanza, que el tiempo se me está escurriendo y eso me atormenta.
P.: ¿Cómo se logra abordar el Alzheimer de manera no lúgubre ni depresiva sino onírica y hasta cómica? ¿Qué registra? “Lejos de ella”, “Diario de una pasión”, “Nebraska”, “El padre” y tantas.
A.R.: Esas películas evocan el padecimiento y el sufrimiento como eje central, a mí me interesa entrar en los vericuetos de la vida y generar universos ambiguos y particulares. Habitar el absurdo, que es mi estilo teatral, tiene esa magia que también genera el grotesco, donde la mitad de la platea puede reír mientras la otra mitad lagrimear, esa forma de teatro es la que me interesa crear. Hugo funciones donde se han escuchado carcajadas y al mismo tiempo los llantos. Hay un fragmento de “El teatro de la muerte” de Tadeusz Kantor que siempre me pareció fundamental en mi quehacer artístico, casi como un lema: “Creo que un todo puede contener al mismo tiempo, barbarie y sutileza, tragedia y risotada, que un todo nace de contrastes y cuanto más importantes son esos contrastes, más ese todo es palpable, concreto, vivo”.
P.: Habla de estar en guerra contra el tiempo voraz, de los recuerdos que desaparecen y el intento de revivirlos.
A.R.: Nunca se sabe realmente si se pudo salir o si es una variación más del mismo sueño. Esa confusión onírica me permite evocar y repetir recuerdos donde siempre tienen una falla, un fusible que los hace imperfectos para que el personaje principal entre en crisis y salte a otro momento de su vida. Y esa es la trampa, es como nacer en su vida de nuevo, pero él no puede recordar sus vidas, no puede cambiar sus vidas, y ese es el terrible y secreto destino de toda su vida. Está atrapado en una pesadilla en la que sigue despertando una y otra vez.
P.: ¿Qué lugar ocupa la vida de excesos del protagonista?
A.R.: La vida de excesos en esta obra son todos aquellos recuerdos que afloran cuando se aflojan las ataduras del cerebro y se pueden escupir todos los secretos escondidos de la vida, donde los familiares descubren qué hay adentro de esa caja negra, donde todos pueden escuchar los pensamientos sin filtros, donde todos se enteran de todas las cosas que hechas jamás contadas. Esos excesos sellados y callados que la gente suele guardar de por vida, ahora son revelados.
P.: ¿Cómo se reconstruyen los recuerdos? Si son lo que queda, lo que pasó realmente a dónde va?
A.R.: Los recuerdos se reconstruyen de a pedazos, y con cada repetición algo se destartala más y más, y va quedando algo de aquello que fue, pero el todo ya no es lo que era, y la confusión de no saber si ese recuerdo fue real o inventado, de no saber si eso es el recuerdo de un sueño, de una pesadilla o simplemente es ficción. Lo que pasó realmente, si nadie lo recuerda, deja de existir.
P.: ¿Qué es el teatro en su vida?
A.R.: Para mí hacer teatro y soñar es casi lo mismo, porque en ambos prima el mundo de lo posible, y eso es algo que me interesa, donde las cosas pueden suceder porque sí, donde dos más dos puede ser cinco, me interesa esa mirada en el arte, y lo onírico me permite entrar y salir, jugar entre realidad y ficción, verdad y mentira, para lograr esa confusión, esa especie déjà vu donde se pierde la línea entre que es real y que no.
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