Imagínese un día como cualquiera, trabajando con la computadora. La gran mayoría de quienes trabajamos con este dispositivo digital normalmente, además del navegador de Internet y algún que otro programa o aplicación específico, solemos utilizar la suite de productos de Microsoft: el (procesador de textos) Word, el (gestor de planillas de cálculo) Excel, el (programa de armado y presentación de diapositivas) Power Point, entre otros de los que componen el llamado “Paquete Office”, ese que es tan cotidiano que hasta cada vez más avisos laborales no solicitan su conocimiento por darlo por sentado.
¿Malvinas o Falkland? Algunos apuntes sobre soberanía digital
Es fundamental que los Estados y las organizaciones de la sociedad civil que utilizan la tecnología puedan empezar a tener voz y voto en los software.
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Ahora bien, pensemos en que estamos utilizando el (procesador de textos) Word para armar un escrito. Este, tiene una parte en español seguida de su traducción al inglés, dado que es uno de los requisitos que se le solicitan en el trabajo a entregar.
Una vez finalizada la escritura, se le “pasa” el corrector de ortografía y gramática para asegurarnos que no nos hemos olvidado alguna letra que nuestro viejo teclado suele no incluir, llevándonos una (para nada grata) sorpresa. Básicamente, entre las recomendaciones de estilo señaladas por el programa, una nos llama particularmente la atención: “referencias geopolíticas sensibles”.
Al ingresar, nos menciona (en inglés) que “el nombre más políticamente neutral es el más conveniente”, señalándonos como problemático nada más y nada menos que el nombre “Malvinas”, el cual, dicho sea de paso, estaba siendo utilizado en el escrito para nombrar una localidad del conurbano bonaerense donde viven más de 350 mil personas: Malvinas Argentinas. Pero no solo eso, sino que el corrector acerca una sugerencia de cuál sería ese “nombre más políticamente neutral” y por tanto “más conveniente”: “The Falkland Islands”.
Se podrá imaginar no solo la sorpresa sino la inmediata indignación que esta situación despertó. Tras ello, empezó el necesario periodo de reflexión: qué y por qué había sucedido, por qué hasta el momento no lo había notado y por qué (prácticamente) nadie había hablado de ello.
Lo que sucedió es fácil de entender, o quizás no tanto. Un procesador de textos, el más utilizado a nivel mundial (más de 1200 millones de personas en el mundo según datos de Microsoft) había realizado “una sugerencia” tomando partido en un conflicto geopolítico, con un claro bando elegido, e incluso realizaba una operación ideológica al postular a una de las denominaciones posibles en disputa como “la neutral” por sobre otra.
Este es un excelente ejemplo de los famosos sesgos en la programación de los sistemas informáticos y softwares que, últimamente, solo parece que está de moda identificar en los algoritmos de recomendación de plataformas o sistemas de Inteligencia Artificial, pero que en realidad viene de muy larga data. Asimismo, esta cuestión ponía sobre la mesa otras problemáticas derivadas.
En primer lugar, la completa imposibilidad de hacer algo, dado que Microsoft Word, como todo programa de software privativo, opera como “caja negra”, impidiendo a cualquier usuario el acceso a su código para rectificar un error existente a la vez que también imposibilita el poder conocer efectivamente “qué hace”. Es decir, nos vuelve imposible modificar, rectificar o siquiera saber si el programa que estamos utilizando solo es un procesador de texto o está transmitiendo cada palabra que tecleamos para su almacenamiento y luego utilización, por ejemplo en el entrenamiento de sistemas de recomendación o IA generativas, como GPT o Co-Pilot.
Investigando por qué había sucedido y por qué (prácticamente) no se había hablado de ello previamente, al ser una “caja negra” solo quedó la indagación a prueba y error. De este modo, fue posible identificar que esta situación no sucede siempre, sino bajo ciertas condiciones específicas, como el uso del idioma inglés (y la configuración en ese idioma), variando los resultados según con qué palabras se acompañe a la escritura de la palabra "Malvinas". Además, pareciera depender de la configuración del software, la configuración de las opciones de gramática (ya sea preestablecidas o modificadas manualmente) y otros factores.
En el intercambio con colegas sobre este tema, surgió la recomendación de revisar la configuración del editor de ortografía y gramática, donde se encontraron otros ítems posibles de ser sujetos a sugerencias, como orientación sexual, género, raza y sesgos diversos, cuestiones que también varían según la configuración del idioma.
Esta particular situación no disminuye la gravedad, pues ilustra cómo los desarrollos digitales pueden reflejar decisiones de diseño con implicancias culturales y políticas, subrayando la necesidad de reflexionar sobre nuestra relación con estas tecnologías. En otras palabras, Word no se limitó a señalar que el nombre “Malvinas” podía estar asociado a un conflicto geopolítico, sino que optó por tomar partido, reflejando las reglas particulares implementadas en el software por diseñadores situados en ciertas latitudes. Además, cabe destacar que al escribir “Falkland” en español no se presenta una advertencia similar.
En segundo lugar, se puede apreciar como una “sugerencia” nos pone sobre la mesa otra problemática: la de la soberanía tecnológica o digital. La soberanía tecnológica es un concepto que tiene larga data, apuntado a la capacidad de injerencia sobre los desarrollos tecnológicos que puedan tener los Estados Nación y ciudadanos, principalmente cuando la mayoría de las tecnologías involucradas no son producidas en su territorio, ni lo han sido pensando en sus necesidades y particularidades sociales, económicas, políticas y culturales.
La soberanía digital, a veces utilizada como sinónimo, es una especificación dentro de la soberanía tecnológica, la cual se enfoca en ámbitos como el software, las plataformas de redes sociales, los desarrollos de inteligencia artificial, entre otros, como los procesadores de texto como el Word.
Como se mencionó previamente, estas cuestiones no son nuevas sino que se vienen discutiendo desde hace décadas, en momentos de forma más intensa y en otros más soslayada, principalmente frente al avance de las grandes corporaciones tecnológicas que han desarrollado y desplegado la casi totalidad de los dispositivos, programas y aplicaciones que hoy día utiliza la mayoría de la humanidad.
Recientemente, como detalló Carolina Martínez Elebi en su excelente newsletter “Pensar las TIC”, tras los conocidos sucesos del enfrentamiento entre X (ex Twitter) y Brasil, el 3 de diciembre de 2024 se publicó el documento “Recuperar la soberanía digital. Una hoja de ruta para construir un ecosistema digital para las personas y el planeta” elaborado por la Coalición por la Soberanía Digital Democrática y Ecológica. En el mismo se plantean varios ejes en torno a intentar cambiar la actual situación de oligopolio tecnológico liderado por unas pocas empresas e impulsar el fomento de la soberanía digital a nivel nacional, regional e internacional.
Entre estos ejes se pueden encontrar el crear un ecosistema digital democrático, elaborar una agenda de investigación que no esté impulsada por modas o presiones asociadas al solucionismo tecnológico, regular las formas de ejercer control corporativo de las grandes tecnológicas, restringir la monopolización de activos intelectuales como los datos y reconocer que no todas las tecnologías son deseables, al que podríamos agregar “ni están diseñadas pensando en las particularidades de los países que las adoptan y/o implementan”.
En otras palabras, es fundamental que los Estados, las organizaciones de la sociedad civil, las empresas nacionales y las personas que utilizan la tecnología puedan empezar a tener voz y voto en las características, parámetros, criterios y reglas (explícitas e implícitas) que estas conllevan.
Lejos de ser meras herramientas o de representar lo “más conveniente”, las tecnologías digitales son complejos entramados sociotécnicos donde varios actores influyen para que sean de una forma y no de otra. Asimismo, el uso de opciones de software libre desarrolladas de forma cooperativa y colaborativa, las cuales permiten acceder al código de los programas para rectificar cuestiones o, al menos, conocer exactamente qué hacen, también pueden ser alternativas viables para la adaptación y/o co-creación atendiendo a las necesidades particulares de individuos, colectivos, países, regiones por fuera del mainstream privativo.
Iniciativas como la antes mencionada pueden ser un buen punto de partida para fomentar una mayor participación e incumbencia en la definición de las tecnologías que sustentan nuestra vida actual. Advertir que los desarrollos tecnológicos que utilizamos, y sus sugerencias, distan de ser neutrales quizás puede ser un excelente primer paso.
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