Elecciones: las distopías que intranquilizan a los estadounidenses

Los norteamericanos temen que su país cada vez más rico también sea crecientemente invivible.

Kamala Harris y Donald Trump, en la puja por la presidencia de EEUU.

Kamala Harris y Donald Trump, en la puja por la presidencia de EEUU.

Hay un estado donde los blancos son minoría desde 1990, donde el Partido Demócrata ocupa 62 de las 80 bancas de la legislatura, donde encontramos a dos de las ciudades con más billonarios del planeta, pero, también, donde hallamos al mayor ejército de homeless y de adictos al fentanilo del primer mundo, un estado donde en 1992 sucedieron los últimos disturbios raciales de magnitud que hicieron temblar a las élites estadounidenses.

California es dueña de dos sectores de la economía que tienen poco o nada de competencia en el resto del mundo: el showbusiness en Los Ángeles -la mayor exportación de Estados Unidos- y las tecnológicas de San Francisco, como Meta o Google. Ambos sectores compiten con casi nadie y por eso, en varios sentidos, están fuera de los vaivenes económicos que sufre el resto del país. Por ejemplo, si la tasa de interés es alta o baja no hace mucha diferencia para Hollywood ni para Silicon Valley.

California vive su realidad paralela. En ese contexto se dan las políticas llamadas WOKE relacionadas a género, diversidad y feminismo que, puntualmente en ese estado, tienen vía libre para ser profundizadas. En esa realidad paralela ya no se persiguen los robos menores y por eso bandas organizadas asaltan centros comerciales donde cada delincuente se cuida de no cruzar la barrera de los 950 dólares en lo que roba, así la policía no interviene.

Esa es la burbuja de la cual los demócratas obtienen el grueso de su financiamiento de campaña, de esa burbuja viene su candidata a presidente.

¿Cómo ven los votantes republicanos a California? Como el futuro que se debe evitar sí o sí. Contra lo que se debe luchar. Desde su punto de vista, las élites californianas creen poco y nada en los valores que intentan universalizar. En otras palabras, para los republicanos esas élites son como una manga de Albertos Fernández. La cultura de la cancelación la perciben como los grandes productores de entretenimiento intentando cubrirse de la industria del juicio, pero también como una avanzada para tapar su pasado machista, abusador y racista. Crucificando a algunos Harvey Weinstein y Kevin Spacey, esos grandes estudios de cine y televisión pueden lavarse rápidamente las manos.

La percepción sobre las tecnológicas es aún peor. Si Donald Trump amenaza a Google con cerrarlo es porque el votante medio está enojado con la influencia y poder que esos pulpos están acumulando. Y la única forma de contrarrestarlo es desde el gobierno federal.

El electorado republicano está convencido que las empresas instaladas en San Francisco intentan promover la cultura de su ciudad progresista hasta un punto absurdo. Y está decidido a detener esa irradiación.

En definitiva, California toma la forma de una distopía americana. Una distopía donde se continúa siendo un país ultrarrico -eso no estuvo ni está en discusión en la superpotencia- pero crecientemente hostil. Una distopía donde, en la pantalla grande y en las entregas de los Oscars, los problemas raciales supuestamente se resuelven, mientras que un viaje por el subte de Los Angeles los vuelve a revelar punzantes.

Los Republicanos

Del otro lado, Donald Trump. El expresidente insiste en que su llegada a la Casa Blanca en 2016 tuvo un fin excluyente: un volantazo en la política industrial y comercial. Es sincero. Asumió y fulminó el tratado de libre comercio denominado Transpacífico. Renegoció el nunca digerido tratado de libre comercio con México. Gracias también a la presión de Bernie Sanders desde la izquierda y a una China que la pandemia la obligó a mostrarse tan agresiva como realmente es, esta política industrial y comercial es hoy indiscutida. Onshoring, nearshoring o, al menos, mensaje claro a las empresas para que abandonen China. La superpotencia se reserva para su territorio las fábricas de tecnología de punta como semiconductores.

Todo el resto, en Donald Trump, es demagogia o le pega en el palo. El primer problema para el expresidente es que, como la política comercial liberal y aperturista ya fue abandonada, esa bandera le es inútil en los estados fabriles como Michigan que le dieron la victoria en 2016. Tampoco puede acusar a los demócratas de ajustadores, porque, ante el desafío trumpista de detonar las cuentas del estado y la deuda, Joe Biden fue aún más lejos. El bipartidismo sepultó sin llorar la responsabilidad fiscal.

Entonces el expresidente debe exagerar en la inconfundible catarsis republicana: valores cristianos, inmigración, aislacionismo.

Intenta matar tres pájaros de un tiro con su candidato a vicepresidente: viene de los estados industriales disputados, es un cristiano evangelista y con cuarenta años pinta de sucesor. El problema es que el senador James Vance está movilizando más a la base de votantes demócrata que a la propia. ¿Por qué?

El electorado afroamericano no puede evitar ver una fórmula de dos varones blancos privilegiados atacando a una mujer negra, los gays recuerdan cuando dijo que el matrimonio entre personas del mismo sexo era una “distracción bizarra”, las mujeres sin hijos todavía esperan una explicación de por qué las llamó “señoras que viven con su gato”, y, excepto en Florida, buena parte de los latinos empiezan a notar borrosa la línea que separa los ataques a los inmigrantes indocumentados de racismo puro y duro.

A todo esto se suma que la Corte Suprema, con mayoría permanente de 6 a 3 a favor de los conservadores, permitió que los estados prohíban el aborto, lo que perjudicó a las mujeres pobres, es decir, negras, e ilegalizó las cuotas de raza y clase social en la educación superior. De nuevo, se dañó a los afroamericanos.

Así, de a poco, se empiezan a caer pedazos de la nueva coalición republicana que intentó armar Donald Trump. Quedan adentro los judíos ortodoxos, pero no el grueso del electorado judío que, otra vez, votará demócrata ante el terror de que los supremacistas blancos consigan legitimación e, incluso, puestos gubernamentales. A esos muchachos la colectividad los conoce demasiado bien.

En síntesis, el Partido Republicano está volviendo a su formato de origen: representante del Estados Unidos blanco. La diferencia ahora es que se sacó de encima muchas sutilezas y da la bienvenida a los extremistas, como a los golpistas que irrumpieron en el Capitolio el 6 de enero de 2021.

La distopía del supremacismo blanco es el espejo de la distopía californiana. En noviembre, los estadounidenses deberán decidir en el borde de cuál de estos dos abismos hay menos chances de resbalar. Y caer.

Dejá tu comentario

Te puede interesar