30 de marzo 2025 - 11:23

Impresiones aleatorias de un argentino en Moscú

Viajar permite distinguir entre la propaganda y la vida real, entre lo que se dice y lo que realmente ocurre.

Se la pinta como una sociedad al borde del colapso, sumida en el miedo y la represión, pero quién recorre Moscú encuentra una ciudad ordenada, vital y absolutamente normal.

Se la pinta como una sociedad al borde del colapso, sumida en el miedo y la represión, pero quién recorre Moscú encuentra una ciudad ordenada, vital y absolutamente normal.

Pixabay

Ningún titular, ningún documental, ningún análisis geopolítico puede reemplazar la experiencia de pisar un país y verlo con los propios ojos. Los medios occidentales, muchas veces guiados por intereses políticos o agendas ideológicas, construyen narrativas simplificadas que demonizan o idealizan realidades complejas. Rusia es un claro ejemplo: se la pinta como una sociedad al borde del colapso, sumida en el miedo y la represión, pero quién recorre Moscú encuentra una ciudad ordenada, vital y absolutamente normal. Viajar permite distinguir entre la propaganda y la vida real, entre lo que se dice y lo que realmente ocurre.

Pocos —prácticamente ningún— turista occidental se ve en Moscú por estas épocas del año. Las sanciones occidentales y la narrativa hostil del "mundo liberal" han convertido a Rusia en un destino fantasma para los viajeros europeos. La mayoría de los gobiernos de la Unión Europea desaconsejan visitar el país, y aunque algunos especulan con un posible cambio de postura tras la eventual asunción de Donald Trump en la Casa Blanca, otros son escépticos.

Lo primero que sorprende al llegar es la pulcritud de la ciudad. Las calles impecables, los metros que más parecen palacios subterráneos y, sobre todo, la amabilidad de su gente, que persiste a pesar de la barrera idiomática. Hay una elegancia inherente, especialmente en las mujeres, que se percibe con solo caminar unas cuadras por el centro o viajar en el metro. El frío contribuye a esa estética de abrigos largos y pasos firmes.

Y sin embargo, lo más impactante para alguien que viene leyendo la narrativa occidental de la cuestión, es la absoluta normalidad con la que uno se encuentra apenas ingresa en la vida de la ciudad. No hay rastros de guerra acá. Ni en los cafés, ni en los elegantes restaurantes abarrotados, ni en los bares. Los únicos recordatorios del conflicto son discretos: soldados en los aeropuertos, carteles de reclutamiento en algunas paradas de autobús. Fuera de eso, Moscú parece funcionar con la precisión de un reloj suizo.

Detrás de la seriedad inicial, esa que puede confundir al visitante, late una hospitalidad genuina. Los moscovitas no son de sonrisas fáciles, pero una vez roto el hielo, su solidaridad sorprende. Basta con perderse en el metro o titubear ante un menú en cirílico para que te ofrezcan ayuda sin segundas intenciones. Hay una ética casi instintiva: si ven un problema, intervienen. Como me dijo alguien un día de estos: “los rusos somos fríos por fuera, pero cálidos por dentro”.

Occidente imagina a Rusia como un país sitiado, al borde del colapso. Pero Moscú, incluso en estas condiciones, parece ser infinitamente más seguro que cualquier gran ciudad europea. No hay migrantes durmiendo en las calles, ni disturbios, ni saqueos, ni la sensación de inseguridad y tensión que recorre ciudades como París o Berlín. La vida cotidiana transcurre con una tranquilidad que muchos europeos añorarían. Uno puede dejar el celular y sus pertenencias en la mesa de un bar diez minutos y al volver, todo estará allí, intacto. A cualquier hora de la noche, no existe sensación de que algo puede pasar.

A diferencia de otras capitales europeas, fracturadas por tensiones migratorias, desigualdad económica o choques culturales, Moscú parece navegar con una estabilidad inusual. Su sociedad es notablemente homogénea: predominan los valores tradicionales, la identidad rusa es fuerte y compartida, y no existen grandes minorías que desafíen el orden establecido. Esto no es casualidad, sino resultado de décadas de políticas estatales que priorizan la cohesión nacional sobre la diversidad. Mientras las capitales europeas lidian con disturbios y divisiones sociales, Moscú mantiene cierta cohesión y armonía. Probablemente sea una combinación del control del Estado, pero también del clima, de la barrera idiomática y de cierta lejanía tanto geográfica como cultural, lo que impide que la sociedad se transforme radicalmente como sucedió con otros países tras el avance de la globalización.

Por supuesto que, como en todo el mundo, también hay problemas. La inflación, producto de las sanciones occidentales, hacen que la clase media pierda poder adquisitivo mientras que las élites no parecen sentir, por ahora, ningún atisbo de crisis. Hago una breve disgregación acá: a pesar de ser el país más sancionado del mundo, el restaurante más lujoso de Moscú no tiene precios más altos que un bar medio de Buenos Aires. El consumo se mantiene alto, aunque con menos marcas occidentales, los centros comerciales no están vacíos. Además de las marcas nacionales, que son muchas, China, Turquía y Kazajistán han reemplazado a Europa en muchos productos.

Los rusos tienen una memoria colectiva tallada a fuerza de crisis. Hambrunas, purgas, dos guerras mundiales -una donde pusieron más de 20 millones de muertos-, colapsos económicos—la historia de Rusia es, en gran parte, una historia de resistencia y de resiliencia. Las sanciones occidentales, en lugar de derrumbar al país, han reforzado un discurso patriótico que el Kremlin utiliza con maestría: "Occidente nos odia, pero nosotros somos más fuertes”, y esto cala hondo. Más allá de las sanciones, la economía continúa. Las fábricas producen, los salarios se pagan, y los supermercados—aunque con menos productos importados—no sólo no están vacíos sino que muestran una variedad con la que en Argentina no se puede soñar.

Lo que más desconcierta al visitante occidental es precisamente esta contradicción: cómo una nación bajo sanciones brutales y en medio de un conflicto bélico puede proyectar una normalidad tan absoluta. Moscú no solo funciona; lo hace con una eficiencia que avergüenza a muchas capitales europeas. Los trenes llegan a tiempo, las calles están limpias, y el orden social se mantiene sin necesidad de policías armados en cada esquina.

El secreto podría estar en lo que los rusos llaman (terpeniye) - esa mezcla de paciencia y resistencia forjada a través de siglos de adversidad. Mientras Europa reacciona con pánico ante cortes de energía o inflación del 10%, Rusia lleva dos años soportando sanciones sin quebrarse. Hay algo profundamente cultural en esta capacidad de absorber el golpe y seguir adelante. Los abuelos que sobrevivieron al sitio de Leningrado, los padres que vivieron el caos postsoviético, han transmitido un instinto de supervivencia que las nuevas generaciones aplican casi por inercia.

Quizás la lección más valiosa sea esta: la realidad siempre supera a la propaganda, y solo pisando sus calles se entiende que Rusia, más que un enigma, es un espejo incómodo para Occidente. Para un Occidente que fue y que probablemente, ya no vuelva a ser lo que era. El espejo de Moscú, hoy, para el autodenominado “mundo liberal”, es uno que refleja tanto sus miedos como sus propias contradicciones.

Profesor Universitario - Asesor embajador San Marino

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